Me gusta sentirme pequeña, pero no que me empequeñezcan. Me gustan las luces navideñas que adornan allá por dónde pasas en estas fechas; pese a que todo se ha convertido en algo controlado por el márketing y ya nadie disfruta realmente de la esencia de la navidad. Está claro que nada es como cuándo éramos críos. Y lo extraño. Oh dios, claro que lo extraño.
El estar mirando el reloj un veinticuatro de diciembre para ver si te dejaban quedar hasta muy tarde y así ver a un señor rellenito vestido de rojo y barba blanca que se acercaría cauteloso a dejar un regalo bajo tu árbol, pero desgraciadamente nunca le veías, el muy cabrón siempre se escabullía. Pero...¿y el pasarte la noche despierta por si oías algún ruído que indicase que había llegado? ¿Y el levantarte la primera el veinticinco y llegar al árbol, repleto de regalos con tu nombre? El creer que realmente, alguien, tan sólo por placer había decidido regalarte algo porque consideraba que ese año te habías portado bien. No había mejor sensación en el mundo que ver que se había bebido el vaso de leche y las galletas que le habías dejado la noche anterior, que no había dejado ni una gota.Era felicidad por pequeñas cosas, pero cosas materiales a fin de cuentas. Y ahora...¿ahora qué? ¿Dónde está la ilusión? ¿Dónde está la gracia? Ahora ya sabemos lo que compramos, ya compramos para nosotros mismos, nada es igual, nada de vasos de leche o galletas, nada de pasar la noche en vela. Nada de nada. El espíritu navideño se ha perdido a la par que nuestra infancia. ¿Y qué hay de esos tres hombres que venían en enero? Yo me moría por saber a cuál de los tres le había tocado dejar algo en mi casa, y nunca conseguía averiguarlo. Fuck.
Por no irnos al tema del ratón, aunque nada tenga que ver con estas fechas. ¿Un ratón dejando regalos debajo de tu almohada? ¡Lo nunca visto! Quiero decir...la mayoría de las personas le tienen miedo a los ratones, pero todas aman a Pérez, ese con apellido tan español. Un diminuto ser que es capaz de levantar nuestra cabeza sin que nos enteremos para intercambiar un regalo por nuestros dientes. Alucinante, ¿no? Pero nuestra inocencia y ganas de soñar nos permitían creérnoslo. ¡Y qué felices éramos sin saber la verdad!
A veces me quedo pensando, días como hoy, mirando las gotas de lluvia por la ventana, que me gustaría volver a ser pequeña, que me gustaría no crecer nunca, no saber las cosas, ser como Peter Pan, aunque en el fondo nunca he dejado de serlo. Peter es mi sombra desde que he nacido y vaya donde vaya estará en mí, entiendo muy bien por qué él no quería crecer, y secundo su opinión. Crecer es un asco, saber las cosas es horripilante, no tener ilusión por nada es muy triste. ¿Por qué no quedarnos...eternamente jóvenes?
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